Queridos hermanos y hermanas. ¡Buenos
días!
En la Liturgia de hoy se lee el
capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas de la
misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y después la más
amplia de todas las parábolas, típica de san Lucas, la del padre de los dos
hijos, que conocemos como "el hijo pródigo” y el hijo que se cree justo.
Que se cree santo.
Estas tres parábolas hablan de la
alegría de Dios. Dios es alegría, es interesante esto, Dios es alegría, y ¿cuál
es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es
perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su ovejita; la alegría de
una mujer que encuentra su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a
recibir en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha
vuelto a la vida. Ha vuelto a casa.
¡Aquí está todo el Evangelio, aquí,
eh, aquí está todo el Evangelio, está el Cristianismo! ¡Pero miren que no es
sentimiento, no es “ostentación de buenos sentimientos”! Al contrario, la
misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo de un
“cáncer” llamado pecado, del mal moral, del mal espiritual. Sólo el amor llena
los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el corazón y en la
historia. Sólo el amor puede hacer esto. ¡Y ésta es la alegría de Dios!
Jesús es todo misericordia, Jesús es
todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada uno de nosotros es
esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha
desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de
felicidad, y ha perdido todo.
Pero Dios no nos olvida, el Padre no
nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera siempre. Respeta
nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos
acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento,
de esperarnos, con amor. Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve.
Está de fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de
nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón.
¿Cuál es el peligro? Es que nosotros
presumimos que somos justos, y juzgamos a los demás. Juzgamos también a Dios,
porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarlos a muerte, en
lugar de perdonar. ¡Entonces sí que corremos el riesgo de quedarnos fuera de la
casa del Padre! Como ese hermano mayor de la parábola, que en lugar de estar
contento porque su hermano ha vuelto, se enoja con el padre que lo ha recibido
y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay misericordia, la alegría del
perdón, no estamos en comunión con Dios, incluso si observamos todos los
preceptos, porque es el amor el que salva, no la sola práctica de los
preceptos. Es el amor por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a todos
los mandamientos. Y esto es el amor de Dios, su alegría, perdonar. Nos espera
siempre. Quizá alguien tiene en su corazón algo grave, pero he hecho esto, he
hecho aquello, Él te espera, Él es Padre. Siempre nos espera.
Si nosotros vivimos según la ley del
“ojo por ojo, diente por diente”, jamás salimos de la espiral del mal. El
Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos
salvarnos y salvar al mundo. En realidad, ¡sólo la justicia de Dios nos puede
salvar! Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio
de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios?
¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido
de una vez para siempre al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de
justicia es precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos
llama a todos a seguir este camino: “Sean misericordiosos, como su Padre es
misericordioso” (Lc 6, 36).
Yo les pido una cosa ahora. En
silencio, todos, pensemos, cada uno piense en una persona con la que no estamos
bien, con la cual estamos enojados y que no la queremos. Pensemos en esa
persona y en silencio en este momento oremos por esta persona. Y seamos
misericordiosos con esta persona.
Invoquemos ahora la intercesión de
María, Mater Misericordiae.
Tras el rezo del Ángelus:
Deseo unirme a la alegría de la
Iglesia en Argentina por la beatificación de este pastor ejemplar, que a lomo
de mula recorrió infatigablemente los áridos caminos de su parroquia, buscando,
casa por casa, a las personas que le habían sido encomendadas para llevarlas a
Dios. Pidamos a Cristo, por intercesión del nuevo Beato, que se multipliquen
los sacerdotes que, imitando al Cura Brochero, entreguen su vida al servicio de
la evangelización, tanto de rodillas ante el crucifijo, como dando testimonio
por todas partes del amor y la misericordia de Dios.
Publicado por Profesora Sylvia Rojas